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lunes, 31 de agosto de 2015

¿Y si importáramos? (Mabel Rivas)

Hace algún tiempo viví una experiencia interesante: asistí a un taller organizado por el Departamento de Pastoral de la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" (UCA). El taller llevaba por nombre "Resiliencia". Cuando el profesor nos invitó a este taller, en clases, dijo: "es para aprender a vivir con dolor". En efecto, según la Real Academia Española (RAE), resiliencia es la

"Capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas".

La dinámica del taller fue muy diferente a lo que yo creí que sería, pues, pensé que llegaríamos a sentarnos y nos darían pura teoría sobre la resiliencia; todo lo contrario, a lo largo del taller hicimos práctica de este raro término en nuestras vidas. Floreció en este momento un factor común en cada joven participante: la necesidad de espacios para compartir sus experiencias, ser escuchados, espacios en los cuales reine la apertura y aceptación, en los que no tengamos miedo de mostrarnos indefensos, de mostrarnos contrarios a lo que la sociedad pide: mostrarnos humanos.

¿Y si nos escucharan? ¿Y si mostraran un poco de interés? ¿Quiénes? Pues, todos. La vida de un joven está subestimada. En realidad, no sólo los adultos atraviesan momentos difíciles. Todos estos jóvenes tenían una historia que contar, una historia impactante y dolorosa. Estos jóvenes pedían a gritos, internamente, sanar las heridas que, a su corta edad, la vida ya les había dado. Y sin necesidad de tener una experiencia negativa, dolorosa, un joven grita por atención, interés, ánimo, compañía, respuestas, oportunidades.

¿Qué pasaría si esas “pequeñeces” importaran? ¿Seguiríamos en una sociedad tan enferma? Si existieran más espacios, como este que he expusto -por mencionar una de las tantas exigencias que un joven presenta-, si de verdad importáramos, si los seres humanos fuéramos el centro de la sociedad –no un partido político, no el dinero, no las armas, no el poder- y nuestras necesidades fueran atendidas y no ignoradas, sé que los jóvenes no buscaríamos soluciones en los brazos de las drogas, la violencia, la computadora, el celular, la arrogancia, el egoísmo…

¿Qué nos queda? Exigir y crear. ¿No nos atienden? Atendámonos, no nos quedemos de brazos cruzados, preocupémonos por nosotros, “rebúsquemonos” por nosotros, seamos prójimos con nosotros mismos, porque lo necesitamos para aprender a ser prójimo con el otro. No nos alienemos a la cultura de la indiferencia, del “no ver, no hablar, no escuchar”: que no nos lleve la corriente del desamor. Seamos resilientes.

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LOS CORAZONES LIBRES (Rodrigo Recinos)


Hace ya un par de semanas, el Papa Francisco en su viaje pastoral a América Latina se reunió con los jóvenes paraguayos como última actividad de su recorrido. Sus palabras fueron espontáneas, un discurso improvisado en donde ha tocado el tema de la libertad, nos ha pedido tener un corazón libre, y es precisamente eso lo que me ha dejado inquieto, lo que ha tocado fibras sensibles y ha suscitado preguntas y más preguntas: ¿qué debería entender un joven, o una joven, en un contexto violento e injusto, por tener un corazón libre? ¿Cómo puede ser libre, el corazón de un joven excluido y marginalizado? ¿Cómo experimenta la libertad un corazón que ha sido víctima de abuso, de maltrato, de violencia y deshumanización?

Antes que nada, considero necesario un acercamiento al concepto propio de libertad, como un componente ontológico de todo ser humano.

Insertos en el mundo, vivimos a diario relacionándonos con distintas dimensiones que nos hacen ir experimentando diferentes actitudes de dependencia y necesidad. Estas dependencias y necesidades no provienen solamente del sabernos existentes en el mundo, sino que poseen características biológicas propias necesarias, que aún alejados de él podríamos experimentar. Por tal razón, y nuestra capacidad de conciencia, es que podemos ir realizando actos que están alejados del propio devenir de la naturaleza y de nuestra diversidad con el mundo.

Estos actos, propios del ser humano, son en definitiva una construcción constante de nosotros como personas libres, un proceso que apunta a la intervención del hombre en la historia y la naturaleza. El actuar libremente nos lleva necesariamente a pensar en qué consiste esa libertad que me hace tomar decisiones, nuevas y dinámicas, una libertad que no se encierra en sí misma, sino que en su grado más puro es siempre una libertad para los demás, para el otro.

Es difícil hablar de un concepto claro y unánime, y así lo constata la historia, sin embargo desde mi perspectiva cristiana, la libertad se expresa también con el amor, y es precisamente el amor uno de los componentes de nuestros actos libres, un amor que no espera nada a cambio, un amor que nos sitúa frente al otro y nos exige la no absolutización de mi libertad frente a la libertad de mi hermano o mi hermana; me exige ser responsable y no arbitrario.

Ahora, en un siguiente paso es preciso hablar de libertad desde nuestros contextos e historias, tiene que ser, indudablemente, interpretada desde una óptica de olvido, marginación y opresión, frente al dolor que causan cientos y miles de víctimas, torturados, asesinados, desaparecidos; cientos de jóvenes a los que sus condiciones de vida les han sido menos favorecidas.

Reitero nuevamente lo que en un inicio planteo: ¿cómo puede ser, entonces, libre el corazón de un joven del barrio marginal a quien la juventud se le ha escurrido de las manos y no ha podido gozar plenamente de ella; cómo puede ser libre el joven asediado por el temor latente y amenazas constantes a su vida y la de su familia; el joven con desesperanza, con el corazón destrozado ante la muerte inesperada de un ser querido, arrebatado violentamente?

Si miramos hacia atrás, nos encontramos que ya Israel tuvo la concepción de un Dios que libera y exalta al oprimido; es por esa línea que debemos ir avanzando, teniendo la noción de un Dios acompañante en cada paso de nuestras vidas, de nuestras historias y de las historias colectivas de cada pueblo, de cada cultura; un Dios que quiere la dignidad del ser humano, su plena realización, y es precisamente nuestra vocación humana a la libertad, la que nos abre hacia la realización plena de cada hombre y mujer, nos hace construir nuestro camino con experiencias profundamente humanas.

Todo esto implica afirmar que los enemigos de la libertad, son enemigos de la vida y enemigos, en este caso, de la juventud; impidiendo la no realización del proyecto divino por el cual hombres y mujeres somos esencialmente libres. No se trata de un proyecto a futuro o “más allá”, se trata de las condiciones concretas en donde los valores del Reino se vivan plenamente, en donde el amor al prójimo, la solidaridad, la alegría, el respeto y sobre todo, nuestro corazón libre, puedan vivir en armonía con la naturaleza y los demás seres humanos, nuestros hermanos y hermanas.

Por lo tanto, y para concluir, Dios también se hace presente en los corazones vulnerados y maltratados, en el corazón desolado por el dolor, la amenaza y la angustia, allí donde las señales de vidas son escasas; no como consuelo ligero y superfluo sino como don e iniciativa hacia la realización plena de cientos y miles de jóvenes que quiere ver crecer la vida, sus vidas. Aunque a los jóvenes de nuestro entorno (y me incluyo) les será difícil creer en esta libertad y dignidad mientras se sientan amenazados y víctimas de tanta violencia, injusticia y marginación.

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