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martes, 30 de julio de 2013

Ejercicios Espirituales (Henry Monroy)



Cuando San Ignacio vive la experiencia de los Ejercicios Espirituales no se imaginó que con ellos cambiaba su vida, y la vida de muchos ejercitantes que los viviríamos a lo largo de la historia. Cuando viví un mes en silencio, en un ambiente personal, en compañía de Dios, no pensé que también cambiaría mi vida…

La espiritualidad ignaciana, puedo decirlo, tiene como característica principal, la liberación de la persona humana, a través del discernimiento. Por ello afirma el mismo San Ignacio en el texto de los Ejercicios, numeral 21: “Ejercicios Espirituales para vencer a sí mismo y ordenar su vida. Sin determinarse por afección alguna que desordenada sea”[1]

Estas palabras me han permitido entrar en mi propia vida, teniendo en cuenta aquellos aspectos de la misma que he tenido que ordenar. Claro, los Ejercicios no son una “barita mágica”, pero al entrar en el proceso de discernimiento y de conocimiento personal, puedo descubrir aquellos aspectos de mi vida que he tenido que ordenar. Recuerdo lo mucho que cambió el derrotero de mi vida cuando hice el mes de Ejercicios, y la sensibilidad ante la realidad que logré encontrar en mí. Vi, ante mí, un camino seguro, una vocación a la liberación de los demás a través de la transmisión de conocimientos, a través de la educación.

Pero, en definitiva, este proceso no sería verídico si no estuviera acompañado por la “quinta semana”: la vida ordinaria. San Ignacio descubrió en los Ejercicios aquello a lo que era llamado, pero en su vida se encontró con dos experiencias que lo marcaron: la primera fue en el Cardoner y la segunda en la Storta. En cada una de ellas Dios se manifestó en la Vida de Ignacio, para mostrarle un camino y para confirmarle su misión: puesto con el Hijo.

Así, los Ejercicios han propiciado en mi vida corriente ese encuentro con Dios Padre, quien se hace presente para confirmar mi vocación de hijo, puesto con los demás. Aunque claro, desde mis propias virtudes y defectos, el camino no ha sido fácil. Me encuentro más bien en el proceso de “caminante”, de apertura a la voluntad de Aquél que me sigue llamando y que se sigue encontrando conmigo, mostrándome su “Amor y su Gracia”. Sin embargo, uno de los frutos más significativos que me han ayudado es encontrarme con mi consigna. Esta la he podido vivir y plenificar especialmente en momentos en los que me he sentido cansado y desesperado, pero con deseos de seguir adelante. En mi consigna Dios me sigue hablando, me sigue sosteniendo y me sigue guiando. Sé que es mi fuente de estabilidad y potencia mis actitudes.

Por otro lado, la experiencia de los Ejercicios va creando la conciencia de que este mundo puede ser diferente, o al menos puede verse diferente. Para San Ignacio, esta diferencia se posibilita a través de su conclusión, la Contemplación para alcanzar amor, contenida en la cuarta semana. Él escribió en el segundo preámbulo: “pedir conocimiento interno de tanto bien recibido, para que yo, enteramente reconociendo, pueda en todo amar y servir a su divina majestad” (134). Al reconocer tantos dones recibidos, he comprendido la importancia de la conexión que existe entre el género humano, Dios y el resto de la creación. Los pueblos indígenas comprendían mejor esta relación, ya que ellos aprendían desde la creación y se sometían a ella, respetándola e incluso viendo sus manifestaciones como dioses. La creación y el reconocimiento de Dios en todo, me hace descubrir lo mucho que tengo que aprender de ella.

El amor, dijo Ignacio, se descubre más en las obras que en las palabras, y son estas primeras las que han de definirme. Pero, como expresaba en líneas anteriores, son aspectos donde asumo mi propio crecimiento y en donde reconozco mi necesidad de crecimiento.

Otro aspecto significativo de mi relación con los Ejercicios ha sido el examen, lo que da pie a los Ejercicios. El examen está vinculado con el acompañamiento. Examen y acompañamiento son, en definitiva, la base del discernimiento. Al tener en cuenta las posibilidades, el discurso a aquél que está en el momento de la muerte, o aquél que no conozco: pero que deseo que elija la perfección en el seguimiento de la voluntad de Dios (Cfr. 113, 114), cuando examino el día o la oración, se hace comprensible el acompañamiento. Este, desde mi experiencia actual, puede darse desde la escucha y desde el diálogo, donde la relación entre acompañante y acompañado es de un encuentro y una invitación a un habérselas con la realidad, ya que, por la naturaleza del contexto en que me encuentro, se hace importante la vivencia diaria y la capacidad para llevar la vida a la oración y la oración a la vida.

De esta forma, el examen, mismo que me permite descubrir este proceso en espiral, es decir, que me regresa al tiempo de oración y de cotidianidad, y me hace verlos con otros ojos, se convierte en una herramienta útil para asimilar el paso de Dios y de los demás en mi propia experiencia de vida, y, por qué no decirlo, mi paso por la vida de otros y otras.

Por último, al revisar mi relación con la experiencia espiritual de San Ignacio y con la pedagogía, me alegra conocer el Paradigma Pedagógico Ignaciano –PPI– con sus cinco elementos: contexto, experiencia, reflexión, acción y evaluación. Es decir, el recorrido de la espiritualidad ignaciana aplicado a la educación, tomando en cuenta el tanto cuanto, la mayor gloria de Dios y lo tiempos lugares y personas, ya que el PPI antes de imponerse, pone en el centro del proceso de liberación personal y académico al “acompañado”, al alumno. Por eso busca la liberación y el desarrollo de la persona a través de la virtud y de las letras, del espíritu y la ciencia. El PPI, antes de llegar a la reflexión de determinado contenido, enseña a reflexionar el contexto del mismo, así como el del estudiante. Invita a ver su experiencia, para hacer que el aprendizaje sea significativo. Le invita a realizar una acción, para asumir un compromiso. Y, por último se da la evaluación, para asimilar el conocimiento, para regresar a los otros elementos del PPI y para tomar conciencia de los contenidos que se han aprendido.

El PPI genera creatividad por parte del profesor e interés por parte de los alumnos, los une en un proceso de enseñanza aprendizaje, donde todos los conocimientos previos son importantes para construir nuevos. El alumno, comprendo, es capaz de desarrollar habilidades que le permitan sentirse libre y asumir nuevos retos, le hace también manejar ciertas competencias que ayudan a que los alumnos accedan con nuevos ojos y con nuevas perspectivas, a la aplicación de los conocimientos, teniendo en cuenta la interiorización de los principios cristianos. 

Así, el PPI, se convierte en una herramienta necesaria para lograr el principio ignaciano de no el mucho saber harta y satisface el alma, sino el saber gustar y sentir las cosas internamente. 

En conclusión, puedo afirmar que la aplicación cotidiana de la espiritualidad ignaciana, vivida en un retiro, permite realizar a la persona como hijo de Dios, llamado al servicio, puesto con el hijo y, que a través de este llamado, desde el amor, puede desarrollarse la educación ignaciana, la cual busca que los procesos pedagógicos estén al servicio de los alumnos, quienes buscan adentrarse en los conocimientos para después ser puestos al servicio de los demás.

A.M.D.G.


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[1] De Loyola, Ignacio. Ejercicios Espirituales. Introducción, textos, notas por Cándido de Dalmases, SI. Sal Terrae. Tercera edición, 1990. España. P. 53. De aquí en adelante, los número entre paréntesis corresponden al número de página en la cual se encuentra la cita.

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