El presente texto es un comentario personal de una lección inaugural, dada en el año 1998 por el teólogo Juan Martín Velasco, en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas de Barcelona.
En nuestra
cultura occidental, después de la invasión española, lo sagrado ha connotado lo
incuestionable, lo incorruptible, hasta lo inalcanzable. Más de cinco siglos
nos han hecho entender, a través de medios no tan educativos, cómo deber de ser
el acceso a Dios: un acceso único, difícil de transitar, con requisitos casi
inalcanzables de cumplir, en gran medida, exclusivista e impositivo. La
tradición cristiana católica se ha considerado, a través de tanto tiempo, “la
verdadera y única vía de acceso al misterio”, en el tan duro refrán: fuera
de la Iglesia no hay Salvación (Extra Ecclesiam Nula Salus).
Era normal, a partir de lo anterior,
considerar lo religioso como punto de partida para la convivencia familiar, en
el barrio, en la sociedad, en las labores cotidianas. Dios se entendía
solamente desde las coordenadas religioso – cristiana – católica. Otra forma de
acceder a Dios era invisibilizado, no tomado en cuenta, sujeto de críticas
contundentes. Como radical y doliente ejemplo, pongo la anulación de nuestra
cultura indígena y su disolución, en muchos de los casos, en medio del
cristianismo occidental. Hasta nuestros tiempos se observan episodios de esta
experiencia de colonia y conquista española, pues, se sigue insistiendo en que
la fe debe de imponerse, no importando los procesos humanos que atraviesa el
“neófito”: la ley primero, la persona después, esa es la consigna
hasta nuestros días.
Viendo con
honradez nuestra realidad actual, esta experiencia de acceso al misterio ha ido
cambiando, pues, especialmente nuestros jóvenes están exigiendo nuevas formas
de leer el evento del paso de Dios en la realidad humana. Ahora no es necesario
hablar de Dios desde lo religioso o, en el mayor de los casos, desde la
Iglesia, pues, esta última está atravesando, actualmente, un tiempo de crisis
interna que deriva en su praxis pastoral y de coherencia de vida cristiana.
Pedofilia, corrupción, lavado de dinero, complicidad con políticas inhumanas,
misoginia institucional, tráfico de influencias, son múltiples experiencias que
están exigiendo un cambio, una metamorfosis de parte del ala clerical de la
Iglesia.
Algo importante a mencionar es la
pluralidad de accesos que hoy se conocen para conocer al misterio, no sólo
hablando de las religiones históricas, sino, de “expresiones civiles” (religión
civil) de acercamiento a Dios: un Dios que campea en la cotidianidad de
la realidad humana, en el laos, y es donde se menciona, con gran y sutil
importancia, que la toda realidad humana es sagrada (res sacra homo)
Una
religión sin Dios o una religión del ser humano divinizado es el insistente
grito de los seres humanos que hoy desean y buscan accesar al edificio de la
experiencia del misterio. Por ser seres humanos, somos constantes buscadores de
equilibrio y experiencias que sacien la sed de la trascendencia entendida,
desde nuestras coordenadas latinoamericanas, como encuentro con la dignidad y
desarrollo humano. Lo religioso en nuestros días, en el mayor de los casos,
sabe a hipocresía, a doble moral, a lugar en el que sólo participan abuelas y
abuelos, a sólo ritualidad, a sólo rezos, no a la alegría y el compartir
solidario que suscita la convivencia cotidiana.
Ante lo último, hablando desde la trinchera juvenil,
desde sus gozos y esperanzas, no se puede hablar de Dios desde la imposición,
desde el sólo y el compulsivo cumplimiento de normas,
desde el repetir oraciones y nada más. Una religión que implique la vida y sus
sensaciones, sus intuiciones, sus proyectos, sus anhelos. ¿Por qué a la
juventud de hoy, en el mayor de los casos, la religión ya no les dice nada, ya
no es capaz de generar esperanza y búsqueda de la realización personal?
Considero lo anterior, desde mi vivencia cotidiana con ellos y ellas, un reto
que nos invita a seguir explorando maneras, espacios, formas, métodos creativos
y proactivos para que Dios suene a dignidad y no a intimismo, que nos invite a
vivir con intensidad, más que rechazar la vida y sus manifestaciones.
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